HACIA ADENTRO, HACIA AFUERA.¡Abuela!, gritaba Clarita, al dar la vuelta a la esquina de la calle y encontrar en el balcón la figura amorosa y cotidiana de su abuela Gloria que levantaba la mirada y sonreía mientras bailaban sus, aún brillantes, ojos negros. Al instante, la labor era abandonada en una silla mientras la cara de Clarita se abría al nuevo encuentro fundiéndose las dos, abuela y nieta, en un abrazo fuerte y cálido. Después el chocolate, los bizcochos y el intercambio apresurado de aventuras del día en el colegio que la abuela replicaba con el relato las peripecias que había disfrutado en su juventud.
¿Para qué necesitas estar todo el día de vigía si sabes que Clarita viene a verte todas las tardes? Decía Elvira a su hermana desde un rincón del salón cuando, una tarde tras otra, Gloria se instalaba en el balcón enredando el tiempo de sus manos y sus ojos con la labor cotidiana del bordado. Gloria se asomaba diariamente al mar gris del asfalto de la calle principal de la ciudad de provincias en la que vivía y revivía la vida de todo quien pasara por su calle.
- Elvira mira a la hija de Dña. Consuelo va casi desnuda con escote, sin manga y esa camisa tan corta, va a coger un resfriado. Estas chicas de hoy aunque son muy listas parece que no saben vestir.
- ¡Qué guapo pasa hoy Don Arturo!. Le sienta bien el nuevo cargo, a su padre le hubiera encantado verle tan honrado y bien situado.
- Esta tarde se ve que no sale Mercedes, ayer tenía catarro y ya pasaron sus amigas a la iglesia camino del rosario.
- Parece que este otoño aún está de primavera, no han caído las hojas del plátano de enfrente.
- ¿Elvira por qué no te asomas un rato? Tú siempre escondida, casi en la oscuridad, parece que tienes miedo a la vida.
¡No necesito ver la vida de los demás para vivir la mía!, contestaba paciente Elvira a su hermana mientras seguía tricotando jerseys y bufandas para el invierno de toda la familia.
El viento, la luna, la nieve en su balcón, los paseantes en la acera y aquel sol de otoño, que aún al mediodía calentaba su sillón, parecían objetos cotidianos en la vida de Gloria, al igual que las tijeras y la aguja que la acompañaban todo el día. A pesar de su avanzada edad, y las piernas truncadas aquella mañana de abril, esta abuela estaba al tanto de todos los acontecimientos en la pequeña ciudad de provincias.
Elvira, en cambio, vivía ensimismada en un mundo interior ajena a cualquier suceso de la realidad cotidiana de la ciudad que fuera distinto de los que afectaban exclusivamente al mantenimiento de la casa que las dos hermanas compartían desde hace unos años cuando las dos quedaron viudas.
Y es que vivir es un ejercicio que cada uno administra según su saber, querer y poder, hacia adentro, hacia fuera…
Dice José Hierro en un fragmento de un poema del llibro Con las piedras, con el viento…
El viento no escucha. No
escuchan las piedras, pero
hay que hablar, comunicar,
con las piedras, con el viento.
Hay que no sentirse solo.
Compañía presta eco.